Por: Wilson Tapia Villalobos
La política está poco novedosa. Tal vez nunca lo ha sido. O solo lo fue cuando recién comenzaban a aparecer las ansias de poder y los seres humanos se organizaban para ejercerlo. El resto del tiempo, lo diferente ha estado en lo creativo que aportaban las herramientas utilizadas: el discurso, los particulares modos de lavar el cerebro, las formas de esparcir miedo, mucho miedo. Todo ello a través de la comunicación, que cada vez aportaba tecnologías renovadas -y éstas sí eran novedosas.
Como ha ocurrido históricamente, el péndulo de las preferencias ciudadanas se sigue moviendo. Hoy la derecha se encuentra mejor posicionada. La izquierda aún no sale del letargo que le produjo quedarse sin modelo, ya que el neoliberalismo marca las pautas en una economía globalizada que, en buena medida, señala las sendas políticas.
Y, también como ha sido tradicional, la derecha pretende extender en el tiempo lo conocido, lo sin sorpresa y que, por añadidura, le permita mantener el poder. Para ello, busca cartas de presentación que resulten atractivas. En este caso, lo sorprendente puede ser la ruptura con el progreso. Con lo que se considera avances humanistas.
El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, persigue tal objetivo sin muchos remilgos. Él rompe acuerdos logrados con dificultad. Acuerdos que, en muchos casos, representaban el cambio de la concepción social o daban solidez a alianzas con gobiernos amigos. Es el lujo que se puede dar por estar a la cabeza de la primera potencia planetaria. Pero en el resto del mundo hay que cuidar un poco más las formas. Especialmente si se trata de potencias de segunda línea, de naciones en vías de desarrollo, de desarrollo intermedio, o directamente -en lenguaje antiguo- subdesarrolladas. En ese amplio horizonte, cada cual tiene sus particularidades, aunque el objetivo y la manera de mirar el mundo y la política, sean idénticos.
Así es como van surgiendo liderazgos. Hoy, lo que más llama la atención en América Latina es el respaldo que tiene Jair Bolsonaro, en su intención de alcanzar la presidencia de Brasil. Se trata de un ex capitán de Ejército con más de veinte años como diputado, admirador ferviente de la dictadura militar que gobernó su país entre 1964 y 1985. Poco es lo que se conoce de su programa de gobierno, aparte anunciar que luchará contra la corrupción. Más llamativos son sus pronunciamientos racistas, homofóbicos y abiertamente machistas. Hoy, por cierto, estas últimas referencias no han sido repetidas. En materia económica, aboga por dar mayor preponderancia al sector privado. En otras palabras, restringir al Estado a una expresión mínima.
Estas últimas posturas han tenido una muy buena acogida en el sector que actualmente gobierna en Chile. Hasta el punto que la presidenta de la Unión Demócrata Independiente (UDI), Jacqueline van Rysselberghe, viajó a Brasil para conversar con Bolsonaro. Otro tanto hizo José Antonio Kast, ex candidato presidencial y cara visible, junto a van Rysselberghe, de la ultra derecha chilena. Hasta el presidente Piñera tuvo que retractarse del júbilo que manifestó al enterarse de que las encuestas favorecían a Bolsonaro. Éste aventaja al candidato presidencial del Partido de la Trabajadores (PT), Fernando Haddad, que aparece como el sucesor del ex presidente Luis Inacio “Lula” da Silva, hoy recluido, acusado de un cargo de corrupción.
Esta es una de las caras que muestra la derecha. Claro que dentro de la tendencia, todos pretenden aparecer innovadores. Preocupados de engendrar lo que llaman “la nueva derecha”. Piñera se ha encargado de manifestar lo que considera son inéditas ideas para hacer avanzar al país. Y como centro de ellas, ha ubicado la colaboración entre los sectores público y privado. Paralelamente, critica a la izquierda -una gama variopinta que integra la oposición a su gobierno- a la que acusa de “hablar mucho de pobreza e igualdad”. Pero agrega que “aquí ya no basta con buenos discursos, intenciones e ideologías”.
Ni Bolsonaro, ni Piñera plantean un sistema económico muy diferente al que se ha desarrollado en Chile desde la dictadura del general Pinochet. Y pese a que el país es señalado como el mejor posicionado de cara al desarrollo en América Latina, indicadores del Banco Mundial lo muestran como uno de los diez que peor reparte la riqueza en el mundo. Además, las protestas contra el sistema privado de pensiones que manejan las Asociaciones de Fondo de Pensiones (AFP), son constantes. E igual ocurre con la salud privatizada a través de las Instituciones de Salud Previsional (Isapre).
El presidente Piñera insiste en que hay que darle una oportunidad al sector privado para que muestre su compromiso solidario con los más pobres. Para él, la única forma de terminar con la pobreza y la desigualdad. Y no deja de tener razón. Sin embargo, la historia de Chile muestra que la desigualdad la ha generado la voracidad de los privados. Y el actual mandatario no es ignorante de tales manejos.
Ni la derecha ni la izquierda están mostrando algo verdaderamente novedoso. Pero pareciera que a la primera beneficia el momento actual. Ello hace que escuchemos los más desfachatados discursos que pretenden ser innovadores. Cuando, en realidad, no son más que estructuraciones publicitarias bien urdidas destinadas a consolidar a quienes manejan el poder económico en el país.
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