Wilson Tapia Villalobos
A cien años del término de la Primera Guerra Mundial, las prácticas que la generaron siguen estando presentes. Hay quienes sostienen que éstas son inherentes al ser humano, a su más profunda y primigenia naturaleza. Pero si bien el instinto de supervivencia marca nuestras vidas, el afán de poder y convenciones impuestas lo exacerban para que resulte más fácil el dominio de los grupos humanos.
Emmanuel Macron hizo patente la diferencia entre nacionalismo y patriotismo. El presidente francés consideró que la fecha era oportuna. Que nada mejor que París y sus Campos Elíseos para abordar un tema que amenaza la convivencia en el planeta. Que año a año, cuesta millares de vida. En 2017 fueron 222 los conflictos armados. Aparte de las pérdidas de vida, provocaron la salida de 65,8 millones de refugiados de sus hogares.
La canciller alemana, Ángela Merkel, también abordó el tema. Puede parecer una especie de sortilegio que hayan sido los mandatarios de las naciones que iniciaron la llamada Gran Guerra (28/7/1914 a 11/11/1918) los que asumieran la responsabilidad de advertir al mundo. Pero, sin duda, era el momento oportuno. Cada día vemos cómo aparecen nuevas manifestaciones de nacionalismos que, imbuidos de populismo, explotan los miedos ancestrales y vuelven a imponer en sus comunidades visiones que parecían haber sido definitivamente superadas. Hoy eso es estimulado por el ejemplo del presidente de la principal potencia mundial. Con demasiada frecuencia, Donald Trump hace gala de un nacionalismo superlativo. Y como ya es tradicional, los conservadores de naciones más pequeñas asumen posturas similares. Por cierto, outsider de los partidos de estas orientaciones extremas, levantan banderas que han logrado apoyos insospechados, como en Brasil, Italia, Hungría y otras naciones europeas; o crecimientos inesperados, como la extrema derecha neo nazi en Alemania. Pese a Macron, a nadie podría extrañar que en Francia, Marion Anne Perrine Le Pen -más conocida como Marine Le Pen-, Presidenta de la ultra derechista Agrupación Nacional, volviera a crecer en la próxima elección presidencial gala.
En estos días resulta un muy buen momento para destacar las diferencias entre patria y nación. Porque, pese a lo que muchos puedan pensar, no son lo mismo. Por lo tanto, tampoco lo es nacionalismo y patriotismo. La nación es un conjunto de personas que comparten el origen étnico, vínculos culturales, históricos, religiosos. La patria, en cambio, es el lugar, el territorio o país en que se nació o al que se pertenece por vínculos jurídicos o históricos. Hoy es casi imposible encontrar una nación o pueblo. El entrecruce de razas, etnias, ha borrado definitivamente -excepto alguna tribu que se han negado a entrar en la civilización o que aún no ha sido descubierta- la pureza racial. Y eso es lo que hace al nacionalismo una postura falsa, se autodenomine como tal o adquiera el nombre de pueblo.
La patria es inclusiva. Y, por lo mismo, también está abierta a buscar colaboración y a aceptar a otros. No se detiene en las barreras raciales o idiomáticas. Acepta la condición de iguales, en cuánto seres humanos. Desde esta perspectiva es más fácil alcanzar la colaboración tan necesaria en un mundo cada vez más integrado comercialmente, y cada vez más separado por la riqueza de unos pocos.
Sin duda éste es un tema crucial en la actualidad. Son pocos los países que pueden sentirse libres del verdadero flagelo que es el racismo y la segregación. Y Chile no es uno de ellos. Aquí, la segregación se hace patente cada vez que una ciudad pretende integrarse. Las viviendas sociales son rechazadas en el sector Oriente de Santiago. Y algo similar ocurre en otras ciudades del país, pese a que la experiencia ha demostrado que la integración da buenos frutos. La inmigración es otro tema que cala hondo en el alma chilena. Desde hace un tiempo, Chile se ha transformado en territorio atractivo para habitantes de otros países del continente. Primero, fueron vecinos fronterizos los que vinieron a tentar suerte. Luego, llegaron habitantes de países más lejanos: colombianos, venezolanos, ecuatorianos. Pero las luces de alarma se encendieron cuando los inmigrantes provinieron de República Dominicana y Haití. Se trata de dos naciones que comparten una isla caribeña -originalmente nombrada Quisqueya, luego de la llegada de Colón denominada La Española, forma parte de las Antillas Mayores-. Claro, la negritud de su piel chocaba abiertamente con la tez alba de la raza chilena.
La incomodidad se hizo oficial durante el primer gobierno del actual presidente chileno. Se pusieron trabas para impedir que los morenos dominicanos llegaran masivamente. Y en el segundo mandato de Sebastián Puñera se impusieron condiciones especiales para la llegada de morenos provenientes de Haití. Hasta se acaba llevar a cabo una masiva repatriación aérea hacia ese país. Todo por cuenta del piadoso y generoso erario chileno.
El gobierno insiste en que se trata de medidas humanitarias. Pero ¿por qué aplicarlas sólo a negros? Tal vez porque resulta extremo aceptar el racismo que, evidentemente, contamina a la derecha chilena. La historia es tajante: la hipocresía no genera conductas que puedan ser orgullo nacional. Por el contrario, demuestra la debilidad de una ciudadanía inculta y la voracidad de una clase dominante que teme que sus descendientes no sean tan puntillosos y en algún momento se puedan contaminar. Bueno, pues a ellos hay que decirles que ese es el transcurrir del mundo, lo que marca su evolución.
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